Cementerio de La Recoleta


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Junín 1760 - Horario Lunes a Domingo de 7,00 a 17,45

Costumbres Funerarias

Los pueblos han venerado y enterrado a sus muertos de muy variadas maneras a lo largo de la historia. Creencias, tradiciones, así como la posición o papel social del fallecido han determinado siempre el carácter de las ceremonias mortuorias y del sepulcro.

Los antiguos egipcios se destacaron por la veneración con que guardaban los restos mortales de sus seres queridos.

Su creencia de que el espíritu del muerto seguiría existiendo sólo si el cadáver era conservado adecuadamente, llevó a esa civilización a construir los grandes monumentos funerarios que hoy conocemos como las pirámides y a desarrollar el arte del embalsamamiento, aplicado particularmente a sus reyes y faraones, cuyas momias han perdurado de esa manera, hasta nuestros días.

Los griegos, por su parte, también daban importancia a las honras fúnebres y enterraban a sus héroes y guerreros de forma solemne y aparatosa, aunque lo hacían colocando el cadáver o la urna con las cenizas en un hoyo en el suelo o en un sarcófago de piedra.

Para los romanos las honras fúnebres tuvieron gran pompa. Un maestro de ceremonias se encargaba de cuidar que cada persona en el funeral ocupara el lugar que le correspondía.

A la cabeza del cortejo fúnebre iban los músicos y le seguían las plañideras que entonaban cantos funerarios. Luego venían los histriones, haciendo muecas y payasadas. El más hábil de ellos iba imitando los gestos y actitudes que en vida caracterizaban al difunto.

Seguían los libertos e individuos que enarbolaban efigies de los antepasados, coronas y recompensas militares ganadas por el muerto.

Detrás venía el cadáver sobre una litera, llevado en hombros por los parientes, y al finalizar, los familiares. Ante la sepultura, un orador pronunciaba un elogio fúnebre.

Los cadáveres de reyes, príncipes y señoras feudales eran mantenidos cuarenta días en capilla ardiente antes de recibir sepultura, por la general en un monasterio.

Los judíos emplearon tanto el sepulcro en la tierra como en la roca viva. El cadáver era colocado en un lecho perfumado, donde era expuesto a la contemplación de las tribus durante algunos días hasta que recibía sepultura.

Esta ceremonia se realizaba en presencia de familiares y amigos, quienes se lamentaban en voz alta por la pérdida.

La Doctrina Islámica hace de la muerte un escalón difícil, una especie de sendero que conduce hacia la gloria, en otras palabras, la muerte para un musulmán es un suceso triste y penoso, pero no catastrófico.

El llanto por la muerte de un ser querido es una manifestación sincera e innata de nuestros sentimientos, por lo tanto es imposible contenerlo totalmente, pero si es posible aliviarlo y moderarlo.

Hay normas y formalidades propias de la tradición para con el musulmán fallecido. Bañarlo, amortajarlo, rezar por él y finalmente sepultarlo según las enseñanzas del Corán y de la Sunna (tradición de nuestro Profeta Muhammad).


Los cristianos prefirieron enterrar a sus muertos y tener por sagrados sus restos, al tiempo que consideraban el deceso como una espera por la definitiva resurrección.

El empleo de urnas funerarias para guardar los restos de los muertos constituye una práctica muy antigua y extendida entre los pueblos precolombinos de América.

Era parte significativa del culto a los muertos y uno de los ejes del sistema religioso de nuestros aborígenes.

De esa manera se expresaba el aprecio y respeto por los antepasados.

Se trataba de dar al difunto el mejor pasaje a otra vida, garantizando que el ritual, la tumba, el ajuar funerario y la disposición del cadáver fueran los adecuados.

En América las costumbres funerarias variaban según las creencias de cada grupo y la posición que ocupaba el individuo en el momento de su muerte.

Era muy común el enterramiento secundario, que consistía en colocar los huesos, una vez exhumados, en grandes recipientes cerámicos adornados con diferentes motivos, tales como la figura humana, los dioses que encontrarían los muertos, aves, jaguares, reptiles y batracios.

Durante la Edad Media se hizo costumbre realizar las inhumaciones en el interior de las iglesias y en terrenos aledaños a los templos religiosos, a los que se les dio el nombre de camposantos.

A partir del siglo Diecinueve, el crecimiento de las ciudades y las ordenanzas sanitarias obligaron a la reservación de áreas para dedicarlas a cementerios, en los que pueden apreciarse sepulturas constituidas por una simple fosa y una cruz, y suntuosos mausoleos de mármol con esculturas alegóricas

En 1822 se estableció el servicio de carros fúnebres con distintas categorías y un servicio gratuito para los pobres. Los servicios para niños eran conducidos con una mula blanca y los pequeños eran enterrados vestidos de ángeles, de aquí el nombre "servicio del angelito". Los adultos eran enterrados con un sayal de una orden religiosa

En 1868, Sarmiento sancionó el reglamento de cementerios, estipulando
disposiciones y características, entre ellas, la sala de observación especial,
destinada a todo individuo muerto repentinamente o con pocas horas de enfermedad, hasta cumplir veinte horas prefijadas. Las tapas de los ataúdes eran cerradas sin clavos dejando el rostro y el torso expuestos, con un cordón atado a la muñeca, el que remataba en una campanilla en la sala del guardia.

Evidentemente, dicha sala de observación fue el precedente de lo que
después serían los velatorios o velorios, que al principio se realizaban en la casa y años después, en salas mortuorias que se alquilaban para dicho fin, como en la actualidad.






Sobre las costumbres en los velatorios, podríamos escribir libros, pero simplemente citaremos algún párrafo de un cuento de Julio Cortázar, "Conductas en los velorios", que hace alusión a algunas modalidades que se observaban en los mismos:

Las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio.
Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes.
Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano.


Texto: Susana Espósito - Fotos: Luis Leoz y AGN

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